martes, 19 de febrero de 2008

El Mesías Ario. Fragmento gratuito




El Mesías Ario

Mario Escobar





A Elisabeth y Andrea, las dos columnas de mi vida. A mis tres hermanas, que son mi puente con la infancia.

Agradecimientos
A mis buenos amigos Juan Troitiño, Pedro Martín, Manuel Sánchez, Sergio Puerta y Miguel Ángel Pérez, por su apoyo, ánimo y acertadas opiniones. También quiero agradecer a Dolores McFarland sus comentarios y sugerencias.






Y vi otra bestia que subía de la tierra... Y hace grandes señales, de tal manera que aun hace descender fuego del cielo a la tierra delante de los hombres. Y engaña a los habitantes de la tierra a causa de las señales que se le concedió hacer en presencia de la bestia, mandándoles a los habitantes de la tierra hacer una imagen en honor de la bestia que tiene la herida de espada y que revivió. También le fue permitido dar aliento a la imagen de la bestia, para que la imagen de la bestia hablase e hiciera que fueran muertos todos los que no adoraran a la imagen de la bestia. Y ella hace que a todos, a pequeños y a grandes, a ricos y a pobres, a libres y a esclavos, se les ponga una marca en la mano derecha o en la frente, y que nadie pueda comprar ni vender, sino el que tenga la marca, es decir, el nombre de la bestia o el número de su nombre. Aquí hay sabiduría: El que tiene entendi¬miento calcule el número de la bestia, porque es número de un hombre; y su número es 666.
Apocalipsis 13: 11-18

Prefacio

La mancha opacó el suelo de largas láminas de madera hasta formar un círculo. Al lado del gran escritorio, iluminado por una lámpara plateada, el profesor von Humboldt estaba colocado en una posición extraña. Agachado en cuclillas con la cabeza ligeramente levantada y con la cara mirando al frente. De las cuencas vacías de sus ojos salía una sangre muy roja y viscosa, que recorría sus mejillas, empapaba su barba rubia y cana hasta llegar a su garganta, después descendía por el cuello duro de la camisa perdiéndose en el interior y goteaba por el suelo.
A aquella hora de la noche el salón Cervantes solía estar solitario. Los bibliotecarios, que ya no tenían que buscar libros y manuscritos, se dedicaban a ordenar los pedidos del próximo día y a devolver los libros usados a las estanterías. El profesor von Humboldt permane¬cía en la Biblioteca Nacional hasta que el conserje pasaba con su lámpara de mano apagando las luces del edificio. Por eso nadie se preocupó por el profesor alemán hasta que el conserje realizó la ronda y le vio de la forma que les he descrito. Encima de su mesa se encontró un códice titulado Roteiro da Primeira Viagem de Vasco da Gama, abierto por el episodio de la llegada de los portugueses a la India. Al lado descansaban varios libros sobre la vida y viajes del descubridor portugués. Esto no parecía decir mucho, ya que una investigación sobre un marino portugués de finales del siglo XV no parecía tener relación con el desgraciado estado en el que se encon¬traba el profesor von Humboldt. Porque, señores, el profesor no estaba muerto.

Las automutilaciones de otro profesor unas semanas antes en el mismo salón debieron de alarmar a la dirección de la Biblioteca Nacional. Que dos doctores fueran mutilando sus cuerpos en las dependencias de una institución como aquella, no podía ser casual. La automutilación pasó al principio por un accidente fortuito, por eso las autoridades del centro habían evitado avisar a la policía. El primer incidente lo sufrió el profesor Michael Proust, un reconocido especialista en culturas del Próximo Oriente, al desplomarse por una de las empinadas escaleras de las estante¬rías de la sala II. Al caer se mordió la lengua y está saltó de su boca retorciéndose hasta aterrizar en una de las mesas de lectura.
Ustedes se preguntarán que hacía el señor Hércules Guzmán Fox investigando aquellos desagradables y desafortunados actos de locura. Eso mismo se dijo el agente George Lincoln cuando recibió su telegrama. Llevaban más de una década sin saber el uno del otro. Se habían conocido en La Habana, días antes de que sus dos países se enfrentaran, pero eso era otra historia.
Señores, aquella mañana el agente Lincoln salió para su pequeño despacho en la comisaría 10.ª de Nueva York, donde ejercía de oficial de policía desde hacía cinco años. Tomó el tranvía y se paró en el Café Israel. Como todos los días pidió un café solo y leyó el periódico. Cuando llegó a la comisaría, el sargento McArthur, un escocés pelirrojo que no soportaba que un negro fuera oficial del departamento, le saludó con su habi¬tual graznido y le lanzó un telegrama. Estaba abierto y roto. Miró al sargento y le sonrió; al escocés le enfurecía la amabilidad de los demás.
Una vez en el despacho, leyó este escueto mensaje:
«Lincoln espero que todo marche bien. He logra¬do localizarle. En Madrid han pasado unos hechos muy interesantes. ¿Podría venir a colaborar en una investigación no oficial?»
Hércules Guzmán Fox

No esperaba recibir noticias de su viejo amigo y mucho menos que éste le invitara a vivir una nueva aventura, pero no dudó a la hora de comprometerse. Contestó a Hércules y tras una larga e incómoda travesía en barco llegó hasta Lisboa. Lincoln nunca había estado en el Viejo Continente. Las estrechas calles de la capital lisboeta consiguieron que se olvidara del misterioso mensaje y, cuando cogió el tren para Madrid, todavía tenía la sensación de estar viviendo un sueño.
Lincoln nunca pudo olvidar los días que pasó en Europa ni el misterio que se cernía sobre un Continente que se preparaba para la guerra. El 15 de junio de 1914, cuando llegó a Madrid, aún muchos creían que la paz entre las grandes potencias era posible. Ahora que todos conocen lo sucedido, el mundo es más pequeño desde aquellos fatídicos días y, tal vez, cosas peores estén todavía por venir.

Primera parte
El misterio de la Biblioteca Nacional

1

Madrid, 10 de junio de 1914
Al levantarse del banco de madera se arrepintió de no haber pagado los dos dólares de diferencia entre primera y tercera clase. Las piernas le crujieron y un fuerte dolor en la espalda le subió como un latigazo hasta la nuca. Durante el trayecto apenas había descansado. El olor a sudor, el calor, las canciones de los quintos borrachos, los bebés llorando a pleno pulmón y los ronquidos de la mujer gorda que se había sentado a su lado y a la que durante la mitad del viaje había tenido que apartar varias veces para que no le aplastara, impedían descansar lo más mínimo. Por si esto fuera poco, parecía que nadie había visto un negro en su vida. En Lisboa nadie le miraba, en la ciudad siempre había muchos negros del Brasil, pero para los españoles, el único negro que estaban acostumbrados a ver, era el que cada Noche de Reyes, se tiznaba la cara con carbón para representar al Rey Mago Baltasar.
No llevaba mucho equipaje. Una maleta pequeña de piel, con varias mudas, una pistola, un bombín de repuesto y un par de libros además de la Biblia. Ayudó a la oronda mujer a bajar sus maletas del altillo y después, en su olvidado español se despidió de ella. Le costó llegar al final del pasillo. El tren estaba abarrotado. Cuando sus pies pisaron el andén comenzó a preguntarse qué haría en el caso de que su amigo no hubiera recibido su telegrama y no estuviera en la estación esperándole.

La gente caminaba de un lado para otro a toda prisa, por su mente pasó Nueva York y con una sonrisa, sacó un cigarro y lo encendió. Decidió caminar hacia la salida. La avalancha humana le apretaba por todas partes y era difícil mantener el equilibrio en medio de la marea. Cuando llevaba unos cincuenta metros, observó una figura que sobresalía en estatura de entre la multitud. Aquel hombre vestía un traje gris con rayas muy finas, de un corte inglés que estilizaba aún más su porte, acompañado por una impoluta camisa blanca y una corbata corta de color negro. No llevaba sombrero, su pelo peinado para atrás, con las patillas canas contrastaba con el color negro casi azulado del resto del cabello. Sus ojos negros miraban por encima del resto de cabezas buscando a alguien. Al ver a Lincoln sonrió, hasta que sus labios gruesos formaron un hoyue¬lo en las mejillas y levantó el brazo derecho. Caminó hacia su amigo y cuando llegó a su altura le dio un fuerte abrazo. Aquel hombre era sin duda Hércules Guzmán Fox, el mismo que quince años antes en la Habana había compartido con él una gran aventu¬ra. El tiempo no le había tratado mal. Su aspecto era incluso mejor, no tenía ojeras, su cara estaba afeitada y desprendía un agradable olor a perfume francés.
-Lincoln, George Lincoln -dijo sin poder evitar que cada sílaba sonara más emocionada.
-Amigo Hércules, el clima de Madrid le sienta mucho mejor que el de La Habana. Incluso tienes mejor color.
-Usted también -comentó el español. A Lincoln se le había olvidado el humor sarcástico de su amigo.
-Mi color es invariable -comentó el norteamericano sonriente.
-Estará cansado. Los trenes españoles no son muy cómodos. ¿Habrá viajado en primera?
-Si le digo la verdad -comentó Lincoln apoyando sus manos sobre sus riñones-, la almohada del patriarca Jacob era más cómoda que esas tablas.
-Espero que mi casa le resulte más confortable.
Los dos hombres comenzaron a caminar por el andén. El gran espacio de la estación se había despejado, gran parte de los viajeros ya habían abandonado el edificio. En la salida Hércules paró una berlina y atravesaron la ciudad empedrada. Lincoln observó el

pequeño número de vehículos a motor que circulaban por las calles. Los trolebuses tirados por caballerías caminaban fatigosos por la gran avenida, los carros repletos de abastos, los vendedores ambu¬lantes, obreros caminando con las caras sucias, mujeres vestidas de negro de los pies a la cabeza y los curas con sus sotanas raídas y sus sombreros redondos abarrotaban la ciudad.
La avenida de árboles conocida como el paseo del Prado era una arteria inmensa que atravesaba de norte a sur el corazón mismo de la ciudad. En el lado derecho pudo ver un inmenso jardín con una valla alta y elegante, después un edificio de ladrillo con estatuas clásicas y pórticos suntuosos, el hotel Ritz; las fuentes de Neptuno y de Cibeles, el Palacio de Comunicaciones y el paseo de Recoletos, edificios elegantes que brillaban bajo aquella luz intensa y blanque¬cina.
La calesa tomó una pequeña calle jalonada de mansiones con pequeños jardines y se detuvo delante de una de ellas. Hércules pagó al cochero y ambos se dirigieron al edificio. La fachada era de piedra blanca, con grandes balcones y adornada ricamente. Después de atravesar la verja, saltaban a la vista todo tipo de flores que franquea¬ban un camino de piedra. Una escalinata amplia llevaba hasta la puerta principal.
Lincoln se quedó mirando el edificio a los pies de la escalera y Hércules le dio un codazo para que le siguiera.
-Esto es una mansión. Veo que no ha perdido el tiempo en estos años.
-Nada de esto es mío. Mejor dicho, esto es parte de la herencia de mis abuelos, pero ya te contaré su historia en otro momento. Será mejor que entres, te asees y descanses un poco. Tenemos mucho trabajo por delante. Aunque esta noche iremos a la ópera. ¿Has traído algún esmoquin o chaqué?
-Sí, claro y la pitillera de plata -dijo sonriendo Lincoln.
-Bueno, alquilaré un esmoquin para ti, hasta que mi sastre te corte uno.
La entrada daba a un gran hall cubierto de un mármol de tonos gris y blanco. La escalera central se dividía en dos brazos y una luz brillante de colores se introducía por unas vidrieras en las que se representaba una escena histórica. Hércules acompañó a su amigo

hasta su habitación y se despidió de él advirtiéndole que le llamaría para almorzar.
Lincoln curioseó por la habitación. Luz eléctrica, agua corriente y caliente, una cama enorme, un escritorio francés blanco con ribetes de oro, cuadros de autores que él desconocía, todo un lujo. El policía norteamericano se preguntó cómo había cambiado tanto la vida de su amigo. En La Habana era un pobre diablo alcohólico, un militar deshonrado que vivía en burdeles de segunda y en Madrid, quince años después, parecía un aristócrata.
El agente se desnudó, llenó la bañera y se metió en el agua tibia. El calor en aquella casa parecía amortiguado por los techos altos y los muros gruesos, pero era agobiante desde las diez de la mañana. Él estaba acostumbrado, el verano de Nueva York podía ser la peor pesadilla de sus habitantes, pero aquella sequedad le taponaba la nariz y le secaba la garganta.
Cerró los ojos y su mente se transportó a Cuba, recordó a Helen, la intrépida periodista que les había ayudado en el misterio del Maine, al profesor Gordon y sus increíbles historias sobre Colón. Sintió un acceso de melancolía, aquella investigación no sería lo mismo sin ellos. Helen estaba muerta. Hacia muchos años que no visitaba su tumba, a pesar de tener el cementerio relativamente cerca. Del profesor Gordon no sabía nada. Debía dar clases en la universidad de La Habana o estaría jubilado, rodeado de libros e investigando alguna medicina o un texto antiguo.
La mente le devolvió a la realidad. Estaba en Madrid, la vieja Europa. Aquella noche iría con Hércules a la Ópera y se codearía con la alta sociedad. Un escalofrió le recorrió la espalda. Él no encajaba en aquel mundo. Criado en el peor barrio de Washington, con estudios básicos, negro y extranjero. Definitivamente no encajaba en aquella historia, pensó antes de quedarse dormido con la agradable sensa¬ción de flotar en una nube.

2

Madrid, 10 de junio de 1914
La cueva de Zaratustra era más oscura si cabe que la de Platón. La calle no tiene luz del sol ni en la noche de San Juan. Por eso siempre huele a meados y humedad, como en los barrios bajos de París - le gustaba decir al dueño. El mostrador muy pequeño, con libros viejos apilados, polvorientos y carcomidos por las ratas, espanta a los curiosos y a los lectores de medio pelo. Dentro, la oscuridad y los libros por todas partes, dan a la tienda ese aire de almacén de papel. La puerta de la calle sólo se entorna en parte, porque los volúmenes apilados en el suelo, ocupan todo el espacio. Pilones que llegan a más de un metro y que impiden que los pocos curiosos que acceden al local, lleguen a las estanterías ennegrecidas por el humo de las velas, el local no tiene luz eléctrica, el tabaco negro del librero y el polvo forman una espesa capa sobre todos los lomos de los libros.
El mostrador, abarrotado de papeles, más volúmenes y algunas láminas y grabados, sólo se despeja en un cuadradito, donde suele apoyarse el librero, Zaratustra. Su aspecto es mezquino. Su camisa raída, unos sobre mangas rotos, como las de los oficinistas, una visera verde, un monóculo colgado del chaleco apretado y un pantalón arrugado, bombacho, sujeto con una cuerda de esparto.
Al entrar a la cueva, el escritor siempre hacía el mismo saludo y recibía, invariablemente la misma respuesta:
-Mal Polonia recibe a un extranjero.

-Padre y maestro mágico, salud.
Después el escritor se acercaba a las estanterías, estiraba su brazo para sacar algún volumen al azar. Zaratustra le miraba desganado, casi enfadado de que le removieran el polvo. El hombre hacía esfuerzos por pasar las páginas con su único brazo y la barba larga y blanca, se le enredaba con los libros apilados. Su traje negro se llenaba de polvo y las gafas se le ponían en la punta de la nariz. De vez en cuando estornudaba por el polvo y con la manga se secaba el agüilla que le goteaba de la punta de la nariz.
-¿No hay nada de lo mío? -preguntó el escritor sin mirar al librero, dándole la espalda.
-Don Ramón, esto no es una librería de encargo. Aquí hay lo que ve. Libros viejos, restos de papeles que cuando mueren los abuelos se traen aquí, antes de que calienten el fuego de alguna estufa o envuelvan el pescado de una doña.
-Zaratustra, ¡diablos! Me pone enfermo su frigidez, los libros no son combustible. Son arte, vida. Ningún libro merece morir de esta forma -dijo don Ramón levantando su único brazo con el volumen todavía en la mano.
-Padre y maestro...
-Menos guasa, Zaratustra. Hace dos semanas encontré unos interesantes libros sobre Vasco de Gama y su primer viaje a la India, los libros estaban llenos de anotaciones. ¿ No puedes recordar quién los trajo? ¿Dónde tienes más libros de esa partida?
-Aquí no guardo orden, ni registro, no hago recibos y, precisa¬mente por eso están las cosas como están.
-¡Y cómo están!
-Nadie le obliga a venir -refunfuñó el librero.
-Cierto, certísimo -dijo don Ramón pero se mordió la lengua. En aquella cueva había encontrado libros antiguos casi regalados. La penitencia de aguantar al dueño no era comparable con aquellos tesoros -. Éste cementerio de libros, profanado por mis dedos es un castigo, si por lo menos fueras mi Virgilio, Zaratustra, si me ayudaras a pasar todos estos infiernos.
El librero resopló y se puso a leer un periódico viejo y arrugado. Don Ramón del Valle-Inclán había visitado todos los días la cueva durante las dos últimas semanas. Una mañana, a primeros de agosto,

cogió uno de aquellos libros por casualidad. El libro era viejo, principios del siglo XIX, estaba escrito en portugués y hablaba pormenorizadamente del viaje del descubridor portugués Vasco de Gama a la India en el año 1498. Él conocía perfectamente la historia del viaje, pero aquel libro contaba cosas increíbles que nunca había oído, sobre todo de la estancia en Goa de los portugueses. Aunque lo verdaderamente fascinante eran los apuntes y anotaciones que tenían la mayoría de las páginas. Por eso llevaba días buscando algún otro libro de aquel desconocido estudioso de Vasco de Gama. Dos mañanas después del primer hallazgo, encontró otro libro con las mismas anotaciones sobre el apóstol Santo Tomás, el evangelizador de la India, pero desde entonces no había vuelto a encontrar nada nuevo. Zaratustra, después de mucho insistirle, creía recordar que un hombre joven con pinta de extranjero, le había llevado tres o cuatro libros en buen estado, pero que no sabía dónde podía estar el resto y no conocía de nada a aquel hombre. Los otros libros tenían que estar cerca de los que había encontrado o los habría llevado con otros para venderlos al peso. Aunque se inclinaba por lo primero, ya que los libros en buen estado los aguantaba un poco más, a ver si alguien los compraba. Don Ramón había vaciado todas las estante¬rías cercanas, los dos montones que estaban enfrente y luego probó al azar. Si algún ángel maléfico o hado le había llevado hasta aquellos libros, tal vez lo volviera a hacer. Todo fue inútil.
-Bueno Zaratustra, me voy. Mañana volveré.
-Lo que a usted le mueve es el misterio. Estaría bueno que se divulgara el misterio. Sin él no habría novela. Padre y maestro mágico.
El escritor refunfuñó y salió de la cueva de Zaratustra ofuscado. Caminó por la calle sombreada y húmeda, parecía como si el invierno se hubiese detenido en ella. Cuando salió a Fuencarral sintió calor. Un balsámico sol inundó sus huesos y recorrió despacio la distancia que le separaba de casa. A esa hora, su mujer ya tenía el puchero preparado y no le gustaba hacerle esperar.

3
Madrid, 10 de junio 1914
El esmoquin no es una prenda cómoda. El cuello duro, la chaqueta entallada, el chaleco ajustado. Parece como si estuviera diseñado para ser incomodo, de tal forma que el que lo lleva se mantenga rígido y estirado. Lincoln se probó tres antes de que la endiablada prenda le quedara medianamente bien. Vestido así parecía un camarero de segunda, de algún restaurante de segunda en Manhattan. Hércules se divertía con los movimientos torpes de su amigo y con ese aire de policía embutido.
Un carruaje lujoso les esperaba en la puerta de la mansión. El cochero les abrió la puerta y los dos hombres entraron. La cabina estaba tapizada con terciopelos y sedas rosadas. Hércules sacó una botella de champán de algún sitio y le ofreció una copa a su amigo.
-No sabía que bebieras.
-Sí, la bebida no es mi mayor vicio. Mis problemas con el alcohol fueron un problema, digamos circunstancial. Esta noche quiero brindar por tenerte aquí, en Madrid y vivir de nuevo una aventura juntos -dijo Hércules levantando la copa. Brindaron y el español comenzó a observar la calle iluminada por faroles de gas. Subieron por la calle de Alcalá y llegaron a la puerta del Sol. Atravesaron la plaza a toda velocidad y descendieron por Arenal hasta el Teatro Real. La carroza les dejó delante de la entrada porticada y pisando la alfombra roja penetraron en el edificio. El vestíbulo estaba repleto de

damas vestidas con telas de vivos colores, luciendo sus collares y sus sortijas. Los hombres vestían esmóquines negros, muchos de ellos con bandas cruzadas, pajaritas blancas y bigotes prusianos.
-No te amedrentes. Si te contara cómo es la vida de la mitad de estos prohombres de la patria, tendrías pesadillas todas las noches -dijo Hércules sonriente.
-No es la primera vez que vengo a la ópera -masculló Lincoln frunciendo el ceño. Le irritaba la irónica actitud de su amigo, pero decidió disfrutar de la velada y olvidar que no pintaba nada en aquel sitio.
-No es temporada de ópera. Normalmente en estas fechas el teatro está cerrado, pero hay una fabulosa compañía alemana y la temporada se ha reabierto por una semana. Hasta el rey ha dejado sus vacaciones en Santander y ha acudido a la calurosa Madrid para oír el concierto. La obra es de Bach, el Weihnachts Oratorium.1
Lincoln parecía ausente, con la mirada perdida entre el público, intentando ignorar los comentarios de la gente al ver a un negro en aquel exclusivo ambiente. Entonces se fijó en una mujer con un vestido de seda rojo. Con el pelo pelirrojo recogido y una pequeña diadema de brillantes, parecía una princesa de cuento de hadas. La mujer le dirigió una mirada y se acercó con pasos lentos hasta ellos. Lincoln se ruborizó y comenzó a notar como el cuello rígido de la camisa le apretaba.
-Buenas noches, señores -dijo la mujer sonriente. Sus ojos verdes parecían centellear como un diamante más con la luz de las lámparas de araña. Su cuello alargado no tenía ni una sola joya, pero su piel blanca destacaba su prominente escote.
-Buenas Noches, Alicia. Estas noches no han salido las estrellas, porqué tenían miedo de tu belleza -dijo Hércules besando las mejillas de la mujer.
-Oh, Hércules, siempre tan galante -contestó la mujer y después clavó su mirada en el norteamericano.
-Permíteme que te presente a un viejo amigo. George Lincoln, uno de los hombres más valientes y sagaces que he conocido.
1 Oratorio de Navidad

-Creía conocer a todos tus amigos. La verdad es que eres una caja de sorpresas.
-¿Y tu padre?
-Ya sabes que desde que murió mamá, prefiere vivir como un ermitaño.
-Alicia realmente es cubana. La hija de un viejo conocido nuestro. ¿ Te acuerdas del almirante Mantorella? -preguntó Hér¬cules a Lincoln, que empezaba a recuperar la compostura.
-Encantado de conocerla, señorita -el agente extendió el brazo y dio un leve apretón a la enguantada mano de la mujer.
-¿Entonces has venido sola?
-¿A la ópera? ¿Estás loco? He venido con Bernabé Ericeira.
Hércules hizo una mueca y miró detrás de Alicia. La figura delgada, con una palidez enfermiza se asomó y con sus ojos amarillos se adelantó unos pasos. Los dos hombres se saludaron con frialdad. El español evitó presentarle a Lincoln, pero el espectro alargó la mano y se presentó él mismo.
-El conde de Ericeira.
-Mucho gusto, George Lincoln -dijo el norteamericano.
-Usted también es extranjero. En esta ciudad campesina los extranjeros no somos muy bien vistos -dijo el hombre intentando que la expresión de su cara se acercara a una amable sonrisa.
-No le hagas caso -espetó Hércules-. Lo que no comprende nuestro noble amigo, es que en Madrid, enseguida nos damos cuenta de las monedas falsas.
-¡Hércules! -dijo Alicia-. Por favor.
-Perdona Alicia. No quería molestar a tu amigo.
-No se preocupe, querida. El grosero he sido yo. Uno no puede hablar mal de la ciudad que le acoge.
-Cierto -dijo Hércules.
Una campana anunció que la primera parte iba a comenzar y las damas fueron del brazo de sus acompañantes hasta los palcos.
A unos pocos kilómetros del Teatro Real, en el salón Cervantes de la Biblioteca Nacional, el profesor François Arouet leía unos legajos. De cuando en cuando se levantaba las gafas, las colocaba sobre su
frente y pegaba la nariz a los papeles. Anotaba algo en una libreta y volvía a coger con cuidado las páginas. La sala estaba en penumbra. Su lámpara era la única que brillaba. Iluminando el escritorio, su melena blanca y su barba pelirroja. Todo estaba en silencio, pero el profesor de vez en cuando suspiraba o daba un pequeño grito de asombro. Las medidas de seguridad en la biblioteca eran más rígidas, pero aquel sábado por la noche, los pocos vigilantes de servicio jugaban a las cartas una planta más abajo.
El jefe de bibliotecarios se acercó a la mesa del profesor y le anunció que en unos minutos tendría que abandonar la sala. El francés le contestó con un leve gruñido y volvió a hincar la cara en el papel.
Lincoln se sentó entre Alicia y Hércules. El perfume de la mujer llenó el pequeño palco y durante unos segundos el norteamericano observó el brazo enguantado, la pulsera de brillantes y los perfiles del vestido. Estaba tan concentrado que las palabras de Hércules le sobresaltaron.
-Lincoln. Esta obra es de Johann Sebastian Bach, del año 1734. Me interesaba escuchar esta obra por algo más que por su belleza artística. Esta música se inspiró en los evangelios apócrifos para narrar el nacimiento de Cristo. En la obra se habla de un extraño personaje: ein Hirt ha talles das zuvor von Gott erfahren müssen. Algunos creen que se refiere a Abraham, pero después vuelve a mencionarse con la llegada de los Reyes Magos.
La música comenzó a inundar el teatro y las voces fueron amor¬tiguándose hasta que se hizo el silencio. Hércules dejó de hablar y los dos hombres se concentraron en la representación.

2 comentarios:

Frau M. dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Frau M. dijo...

Ojalá llegue pronto el libro a este hueco entre montañas :<